Del griego : Todo, entero, Integral.
Una manera de mirar y entender la salud, mediante la aplicación de cuidados holisticos.
Cómo sobreponerse a las pérdidas y adaptarse
Cuaderno de campo
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Relatos cortos, pequeñas historias ... Un tesoro Oculto


Hola a todos!!
Aqui os dejo un relato corto, de una de las historias que he oido, me han contado o he escuchado de personas a las que he cuidado y amado con todo mi corazón...
De cada experiencia, un descubrimiento...
Dulces Sueños para todos!!!
Ahi va mi relato para ir a dormir...



















UN TESORO OCULTO

No se por qué, ni en que momento, empezó a hacerse preguntas sobre la naturaleza exacta de los sentimientos o sobre la esencia profunda y verdadera de las emociones. Tampoco recuerda que le llevó a pensar, que una vida no era suficiente para experimentar todos los matices del amor, el odio, la alegría, la tristeza,  los celos, la envidia, el rencor, la vergüenza, el orgullo y el miedo.

Le invadía la certeza de que existían formas de sentir que no conocía, o peor aún, que nadie conocía. Se preguntaba si en épocas remotas, circunstancias excepcionales o situaciones extremas, esa clase de sentimientos y de emociones podían aflorar, aunque solo fuera una vez, en algún ser humano.

Conocía la existencia de lenguas desaparecidas o dialectos muy antiguos que no se podían descifrar totalmente y, para no desesperar, se le ocurría que no eran más que las distintas formas en que los idiomas extraños expresaban, precisamente, todo lo que ya no éramos capaces de sentir. Palabras misteriosas, simplemente porque su significado había desaparecido de nuestra sensibilidad.

No había temores espantosos, ni pasiones desatadas. Se trataba de formas delicadas, sutiles y discretas de comunicarse, con las regiones más intimas y profundas de la sensibilidad de los demás.

La pérdida supuesta de esa hipotética y curiosa aptitud, empezó a pesarle más de la cuenta, hasta el punto de transformarse en una obsesión. Tenía la sensación de estar convirtiéndose en un inválido, y para salir de esa penosa condición, solo podía investigar sobre el terreno. Descubrió que estaba en lo cierto: dejar que el enigma penetre hasta lo más hondo de los sentidos y dejar que los ensanche hasta poder rozar las distintas formas del sentir. La cuestión era por donde empezar.

Uno cree que conoce todos los colores y que es dueño de todas las impresiones, que los rayos de luz son capaces de producir en nuestra retina, y que aunque no haya tenido la oportunidad de experimentarlo, no tendría ningún problema en hacerlo cuando se presente la ocasión, aunque son muy raras las ocasiones que uno tiene de constatarlo, eso es todo. Nada tiene que ver con ser capaz o no de ello, o al menos, con esa idea vivimos y  generalmente no nos cuestionamos más allá.

Sin embargo, la realidad es, que existen ciertos rayos de luz que nuestros ojos no pueden ver o no saben ver. De la misma forma, hay sonidos que no oímos, y olores, sabores que se nos escapan a nosotros, humanos, pero no a algunos animales. ¿Podría pasar lo mismo con algunos de esos sentimientos y emociones que desconocemos pero que  de cuya existencia él estaba convencido?

Volvía una y otra vez a la idea de acercarse a aquellos pueblos de la antigüedad, en cuyos idiomas, seguía oculto el significado de algunos términos en los que quería ver la expresión de esos sentimientos desaparecidos, de las emociones por las que ya nadie era capaz de dejarse embargar. Para empezar, su arameo le faltaba fluidez, en el sánscrito que conocía había muchas lagunas y en cuanto a los jeroglíficos egipcios sus conocimientos eran escasos, por no decir, prácticamente nulos. No se defendía mal en hebreo, griego y latín, pero no era insuficiente. Teniendo en cuenta su edad avanzada, era imposible ponerse al día y menos aún viajar en el tiempo, rumbo al pasado. Aunque la idea del viaje no era mala.

Si quería seguir investigando en esa dirección, no había más solución que la de encontrar las regiones remotas del planeta donde sobrevivían pueblos primitivos, que debido a su aislamiento, pudieran sentir lo que nosotros ya no éramos capaces de sentir, y consiguieran, gracias a ello, esa comunicación profunda y verdadera, casi de las almas, que tanto añoraba no haber conocido. Ir a vivir con ellos hasta el final de sus días, para ver si algo se le pegaba en los años que le quedaban de vida.

Aunque esa solución, -al menos en teoría parecía posible-, por infinitas razones, era tan complicada de poner en práctica, que tuvo que renunciar a ella. Era ya un anciano; su precario estado de salud y, sobre todo, el pánico incontrolable que le producía abandonar su casa e interrumpir su rutina diaria, le obligaron a abandonar este proyecto. Y así pasaban los días y seguía paralizado, frustrado. Convencido, pero vencido antes de empezar. Pero ¿por donde empezar? El tiempo seguía pasando y las fuerzas menguando. A punto estaba de resignarse para siempre, cuando ocurrió algo inesperado que hizo que todo cambiara de repente.

Su hija, que vivía en París, acababa de ser abuela y de convertirlo en bisabuelo. La noticia le causó un impacto mucho mayor del que cabía esperar en el caso de una persona de su edad y carácter. No había sentido nada parecido ni cuando nació su hija, ni cuando nacieron sus nietos. Sin saber muy bien por qué, la existencia de ese recién nacido, a tanta distancia, le había trastornado.

Vivía en Barcelona, desde que enviudó, hacia ya más de diez años. Su hija se quedo en París después de terminar sus estudios y se casó con un francés, instalándose definitivamente. Allí nacieron sus hijos y acababa de nacer allí también su primer nieto. Solían hablar a menudo por teléfono. Habitualmente, su hija se las arreglaba para viajar a Barcelona y pasar unos días con el. Así que de una manera o de otra, estaban en contacto.

Con los nietos era diferente. Siempre estaban viajando de un lugar a otro, pero casi nunca pasaban por Barcelona. Sabia de ellos por su hija. Solo con la mayor, la que acababa de dar a luz, y que también vivía en París, conseguía tener una relación más próxima, más seguida.

Cuando esa mañana sonó el teléfono y se despertó, estaba seguro de lo que le iban a anunciar. El parto estaba previsto para estas fechas y parecía natural que le llamaran cuando eso ocurriera, y efectivamente, era eso.

Hasta el momento había seguido el embarazo de su nieta desde lejos, no tanto por la distancia que los separaba, sino más bien por esa maldita indiferencia con la que se tomaba la mayoría de las cosas, buenas o malas.

Se pasaba la vida controlando sus emociones y sus sentimientos, hasta el punto que, en cierto modo, casi había conseguido hacerlos desaparecer. Ese era, sin duda, el motivo por el que le obsesionaban las formas de sentir desconocidas. Las otras, las que un día había conocido, las que la mayoría de la gente era capaz de experimentar, las daba por perdidas.

Sin embargo, esa mañana, la imagen que le vino con nitidez a la cabeza, fue la brecha en un muro. Una grieta por la que se filtraban suaves rayos de luz. Y a medida que oía a su hija contarle los detalles del parto, los rayos de luz se iban haciendo más intensos, los colores más vivos y la grieta tan ancha, que no quedo muro y la invadió un inmenso arco iris.

Cuando colgó el teléfono, sintió que una lágrima recorría su mejilla. Una gota única, pesada, cargada de la visión que acababa de tener y coloreada, por el reflejo del arco iris aquel.

Sentía. Y sentía que ese bisnieto había irrumpido en su vida con una fuerza sorprendente, inesperada y que ni la diferencia de edad, ni la distancia que los separaba, podían nada contra ello. En cierto modo, ese niño era suyo. Un vínculo inexplicable, pero así era y nada ni nadie podría cambiarlo jamás.

Aunque no sabia cuando podría conocer al crío (tal vez más adelante, cuando ya fuera mayorcito), de ninguna manera estaba dispuesto a esperar. Tal vez no fuera capaz de internarse en las selvas en busca de civilizaciones perdidas o en remotos desiertos, pero sí que podía viajar a París en el primer avión y plantarse por sorpresa en casa de su nieta. Por teléfono no le había dicho nada a su hija, se trataba de una reacción tan ajena a su forma de ser, que temía que pensara que se había vuelto loco, pero la decisión ya estaba tomada y era firme.

De pronto, su apartamento tan acogedor, sus queridísimos libros, sus costumbres más arraigadas y hasta Barcelona, no contaban para nada. Como si el arco iris que todo lo había invadido, fuera un puente multicolor que se tendía desde él hasta su bisnieto. Un camino de luz al que era imposible resistirse.

Hizo la maleta, pidió un taxi y fue al aeropuerto con la absoluta certeza de que llegaría a tiempo de coger el próximo vuelo con destino a París y que, por supuesto, tendría una plaza libre para él. Y así fue.

Era un vuelo de día. Cuando despegó y el avión se elevó por encima de las nubes, apareció un inmenso arco iris que le acompaño durante todo el trayecto. Ahora esa visión le resultaba familiar y no le cabía la más mínima duda de que se trataba de un mismo y único fenómeno que, por razones inexplicables, se había incorporado a su vida, desde que por la mañana, su hija le anuncio el nacimiento de su bisnieto.

Oía a los demás pasajeros admirarse de la belleza y de la rareza de aquel espectáculo a todo color que les regalaba la naturaleza. Alguno contó la leyenda, de que había un tesoro en el mismísimo lugar donde termina el arco iris. El pensaba para sus adentros, que no era una leyenda. ¡Qué más tesoro que el bebé que le esperaba en París!

El avión aterrizó sin novedad en el aeropuerto. Al levantarse del asiento, se sintió un poco mareado y lo achacó a las horas que llevaba sentado, a la excitación y a la impaciencia que sentía por ver al niño, a la edad y claro está, a uno de sus achaques.

Desgraciadamente no era tan sencillo. Al pie de la escalerilla, cayó fulminado por un ataque al corazón. No estaba muerto, pero era incapaz de moverse y le dolía el pecho como si lo hubiera aplastado una losa. Se desmayó. Despertó en una silenciosa sala de hospital, en la penumbra. Poco a poco fue recordando que había pasado, hasta llegar al nacimiento de su bisnieto y del arco iris que le guiaba hasta el. Por lo visto, la grieta por la que se filtraba aquella luz tan suave, la tenía en el corazón. Pero ahora no le dolía nada, se sentía bien. Intentó llamar a alguien, pero tenia puesta una mascarilla de oxigeno y no consiguió emitir ningún sonido. Una enfermera se acercó deprisa a la cama, le puso la mano en el hombro y le sonrió, como para tranquilizarlo: “Está usted bien. Solo necesita descansar.”. Movió ligeramente la mano, como para darle las gracias y tal vez también para que supiera que le había entendido y se quedó dormido de nuevo.

Cuando volvió a despertar, su hija estaba en la habitación y le explicó lo que le había pasado. Había sufrido una angina de pecho, pero los médicos pudieron intervenir a tiempo y ahora estaba fuera de peligro. Llevaba tres días en el hospital y dentro de una semana, si todo evolucionaba bien, podría marcharse con ella. Hasta entonces, tenia que comportarse. Su cara reflejaba la preocupación de no entender este viaje apresurado y esa manera nueva de hacer las cosas, tan impropia de su padre.

Los días siguieron, mientras se iba reponiendo y entre una visita y otra de su hija y de sus nietos,  tuvo tiempo de reflexionar sobre todo lo que le estaba sucediendo.

Llegó a la conclusión que lo menos importante había sido el ataque al corazón. Una crisis cardiaca a su edad, la puede tener cualquiera. Lo importante, era el desencadenante. A estas alturas, no le cabía la menor duda de que existía una relación muy estrecha entre el estancamiento emocional en el que había vivido estos últimos años, su curiosidad obsesiva por descubrir nuevos modos de sentir, el nacimiento de su bisnieto, el arco iris, el fallo de su corazón y la dichosa grieta.

En general no era nada dado a especulaciones metafísicas y más bien reacio a abordar problemas o situaciones, de cualquier tipo, siguiendo criterios que no fueran estrictamente racionales. Pero esta vez, era diferente. No tanto por el carácter evidentemente curioso de los acontecimientos, sino más bien por la forma en que iba reaccionando a todos ellos. A punto había estado de reventarle el corazón. Así que no le quedaba más remedio que rendirse a la evidencia: se acababa de dar de bruces con lo que había anhelado en los últimos años: volver a sentir. Y lo había encontrado fuera de los libros, de las exploraciones en mundos perdidos y del pasado. Se lo había servido a domicilio un recién nacido con el que se comunicaba de un extremo al otro del arco iris.

Por fin llegó el gran día de su salida del hospital y le pidió a su hija que le llevara a ver al niño. Se sentía un poco flojo, pero estaba bien. Era la primera hora de la tarde, no había una sola nube y la temperatura era perfecta. Estábamos en pleno veranillo de San Martín. Su nieta abrió la puerta y con un dedo entre los labios, dio a entender que el niño dormía en la habitación que había arreglado y decorado especialmente para él. Le señaló la puerta y le invitó a pasar. Entró solo. Se sentó al lado de la cuna. Los visillos estaban corridos pero había suficiente luz para que pudiera distinguir los rasgos de su bisnieto por fin.

Paso un buen rato observándolo y, cuando levantó la vista, se dio cuenta que el papel pintado de la pared, representaba un inmenso arco iris y que la cuna estaba colocada justamente al pie de aquel arco multicolor. Volvía a sentir y a emocionarse.
Fue consciente de la conexión.
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  1. GRACIAS SILVIA POR TU COMENTARIO!! Intento mejorar cada dia!!

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  2. Muy buen relato. Me parece muy interesante el contenido de tu blog. Gracias por lo que compartes con nosotros.

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