Pequeño relato sobre heroes anonimos
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Hola a todos!
Aqui os dejo un relato corto para leer en un momento de tranquilidad. Espero que os guste o, al menos, os entretenga un ratito.
Buenas Noches!! Dulces Sueños!!!
ESA MANERA DE MIRAR Y VER LAS COSAS…
En memoria de Carmen, guía y compañera en momentos difíciles. Una heroína anónima.
Aqui os dejo un relato corto para leer en un momento de tranquilidad. Espero que os guste o, al menos, os entretenga un ratito.
Buenas Noches!! Dulces Sueños!!!
ESA MANERA DE MIRAR Y VER LAS COSAS…
En memoria de Carmen, guía y compañera en momentos difíciles. Una heroína anónima.
A
mí me gusta mirar fotografías. Hay muchas cosas que suceden con las fotos que
Carmen sabía, pero que no comentaba con casi nadie. Su nombre completo era
Carmen Montreal, y la conocí una tarde de invierno cuando me encontré con
Jordi, un conocido del barrio del ensanche barcelonés donde antes vivía. Me
dijo que iba a visitar a una anciana, conocida de su familia que se llamaba
Angelina y que vivía en el Raval.
De
vez en cuando iba y pasaba la tarde con ella para hacerle compañía, ya que era
soltera y no quedaba nadie de su familia. Era aficionada a echar las cartas “de
la buena suerte” con la baraja española, que según supe más tarde aprendió de
una gitana buena. Como yo no tenia nada mejor que hacer aquel día, decidí que
no estaría mal hacer una buena obra en lugar de seguir lamentándome por mi mala
suerte. Así que nos fuimos dando un paseo hasta su casa de la calle del Tigre
nº 16, y llamamos al timbre del primer piso.
-
¡Hola,
Angelina! Hoy he venido con una amiga del barrio. Se llama Anna y le gustaría
que le enseñases a echar las cartas como tú sabes- le dijo, mientras me guiñaba
un ojo- y si tu quieres, vendrá unos días para aprender.
Me pareció una buena idea utilizar esta excusa
para que a ella no le pareciera que íbamos a verla por “caridad”. Era una mujer
orgullosa que decía no necesitar a nadie y me ofreció la oportunidad de moverme
por un barrio duro al que pocas veces me atrevía a ir sola. Pasamos muchas
tardes juntas. Durante este tiempo aprendí el significado de las cartas, a
escuchar y comprender algunas maneras de ver la vida y entender las emociones del alma.
Una
tarde lluviosa de invierno, llamé al timbre de la casa de Angelina - como se
estaba haciendo habitual- pero me
respondió una voz nueva. Parecía la voz de una persona mayor. No era extraño,
en aquel edificio casi en ruinas en el que vivía Angelina.
-
Angelina
ha salido con una “social” a ver unos “asilos”. Sube si quieres que tengo que
decirte unas cosas. Vivo en el 5º.
-
No,
gracias. Ya volveré otro día, yo solo venia a ver a Angelina.
-
¡Pero
mujer!...no te vayas que tengo una cosa que decirte. Mira, si no quieres subir
tú ya bajaré yo.
Pensé
que podía ser alguna cosa importante ya que tenía tanto interés y tratándose de
una mujer mayor, estaría feo que le permitiera bajar y tener que volver a subir
tantas escaleras, por mis estúpidos miedos. ¿Qué me podía pasar en casa de una
“abuela” que no pudiera controlar?
-
Bueno,
de acuerdo, ahora subo, pero solo un momentito que tengo cosas que hacer- le
dije para asegurarme una excusa de salida, si la cosa no pintara bien.
Así
fue como conocí a Carmen. Estaba de pie junto a su puerta. Tenía los pómulos
elevados y la nariz y el ceño fruncidos, casi al punto de esconder los ojos
como un intento de filtrar detalles de las cosas que miraba. Me miró de arriba
abajo mientras asentía con la cabeza. Tendría entonces unos 80 años y estaba
haciendo uso de esa prerrogativa que tienen los viejos de hablar o no cuando
tienen ganas. Me invitó a pasar.
-
¡Hola
Anna! He estado esperándote durante tres largos días. Tengo un mensaje que
darte, si quieres lo escuchas y si cuando te lo haya dicho, no quieres saber
más, te vas que la puerta siempre está abierta y yo ya habré cumplido.
Casi
me pareció un ultimátum. Apreté la musculatura de mi estomago, para llenarme de
valor y apartar mis miedos y traspasé el umbral. Intenté apartar de mi mente
todos los preconceptos sobre el grado de salud mental de la persona a la que
estaba mirando y otorgarle un punto de confianza sin juicios.
Resultó
muy curioso ver que sabía muchísimas cosas de mí, de mi vida familiar y de mi
infancia- cosa extraña, ya que yo no era de Barcelona, hacia pocos años que
había venido para estudiar medicina, y no tenía familia ni amigos, a los que
les hubiera contado nada de eso en esta ciudad, con los que ella pudiera
relacionarme. Los detalles insignificantes más íntimos de mi, estaban en su
boca, como si fuera alguien con quien hubiera compartido todos los días de mi
vida. Casi me pareció brujería. Tenía razón en lo referente a mi vida pasada,
en las emociones que sentí en aquellos momentos y eso que todavía no me había
atrevido ni a abrir la boca. Me quede, cogí aire y le dije:
-De acuerdo, tiene razón en muchas de
estas cosas, pero… ¿Cómo lo ha averiguado?
-Se que no me vas a creer. Escucha.
Todos tenemos un ángel. El Ángel de la Guarda.
Y el tuyo hace tres días que me tiene loca por las noches y
no me deja dormir. Dice que tengo que darte un mensaje y ocuparme de ti. Andas un poco perdida y has dejado de
escucharle desde que has venido a esta ciudad.
Me
quedé estupefacta, pero me quede. Aquel día me explicó algunos conceptos
“básicos” sobre lo que para ella significaban la vida, el alma, Dios… Decía que
era para que pudiéramos entendernos mejor al hablar. Tenía un don. A pesar que
todo aquello que explicaba eran cosas extrañas y nuevas para mí, y que pensé en
todas las variables posibles dentro del campo de salud mental, no conseguí
encontrar suficientes argumentos para dejar de escucharla e irme por donde
había venido. Tenía un ritmo y una voz que invitaba a quedarse, seguir oyendo
todas esas cosas extrañas y que curiosamente me llenaba el alma de paz y
tranquilidad.
Con
el paso de los días noté que casi no recibía visitas. Llevaba viviendo allí
desde que un señor rico le regaló este pisito para ella, y después se instaló
Pepe, rescatado de uno de los campos de concentración nazis, que se convirtió
en su marido y murió en los años 60 después de una vida plena y feliz. Nunca percibí en ella la
sensación de soledad irredimible a la que apestaban otros ancianos, que tenia
hijos y nietos y amigos que venían de visita los fines de semana, dejando la
casa hecha un asco. Detesto las visitas en las residencias de las familias que
siempre hablan entre ellas y zumban alrededor de los abuelos, que siguen
perdidos en sus universos y se van con la conciencia del “deber cumplido”, por
eso prefiero trabajar de noche.
La
vejez a Carmen le sentaba bien y la llevaba con cierta solemnidad, al menos
durante el día. Por las noches- descubrí después-, se soltaba más y pasaba
horas en su habitación hablando con sus “hermanitos”(seres que ella percibía) y
mirando viejas fotos que sacaba de una caja de cartón marrón que guardaba
debajo de la cama. Las miraba de una manera especial, bajo la luz ámbar de una
mesilla de noche, que teñía todo de amarillo. Varias veces entré en su cuarto
sin anunciarme lo suficiente y la pesqué con alguna foto delante y una mueca
pícara dibujada en la cara, como el regodeo de una travesura. Otras la
sorprendí mirando las fotos atentamente, con la mano estrujando la barbilla,
como si tratará de encontrar alguna voz perdida.
Tenía
muy poca ropa: unas camisetas celestes de cuello gastado, que dejaban ver el
interior más blanco, pantalones de franela oscuros y unas alpargatas que de
tanto en tanto cambiaba por otras nuevas.
-
Tienes
alpargatas nuevas, Carmen – le dije una tarde-
-
¿Cómo
te has dado cuenta? –me pregunto-
-
Es
que soy observadora y recuerdo bien los detalles…jejeje. Tengo buena memoria.
Dije
la frase con ligereza, pero pareció tomársela en serio, cosa rara en ella que
parecía estar siempre sumida en su propio mundo. Desde este momento comencé a
notar variaciones sutiles en su comportamiento. Una tarde, cuando llegué a su
casa, noté que había cambiado de sitio los dos únicos cuadros que decoraban la
habitación. Uno era un cuadro de Cristo con una paloma en las manos – lo había
pintado ella con sus propias manos, ya que estaba casi ciega y con los pinceles
no podía- y el otro un tapiz en el que con pintura había realzado los colores
de la hierba y de los animales y parecía que quisieran salir del tapiz y
escapar del bochorno del verano.
-
Con
que redecorando la casa…, le dije, e inmediatamente me mostró su mueca pícara.
Este
fue el primero de una serie de trucos en los que ella alteraba sutilmente el
orden de las cosas, esperaba mi reacción y sonreía cada vez que descubría lo
que había hecho. Yo me prestaba con gusto, pensé que estos nuevos juegos le
servían para enseñarme a ver las cosas de una manera distinta de cómo yo las
había aprendido.
A
mi las fotos viejas me daban mala impresión. No es que no hubiera visto muchas,
pero cuando me mostraron por primera vez una foto de mi bisabuela en su boda no
me gustó demasiado. Me resultó raro verla. Vestía de negro, como de luto, la
cara le brillaba un poco, parecía como de cera. Ella murió cuando yo tenía diez
años y tuvimos unos días de gran revuelo. Mi bisabuela había anunciado a la
familia que debían reunirse para que ella se despidiera y dejar sus últimas
instrucciones. Hizo llamar a su hijo pequeño que vivía en Brasil. Tenía un
carácter fuerte, era muy difícil negarse a hacer algo de lo que te decía y te
agarraba, a sus ciento cinco años, con una fuerza increíble de la que no te
podías deshacer. Yo vivía en casa de la abuela y recuerdo bien todo lo que
sucedió, pero pocas veces dije nada a nadie. Estuvimos unos días alterados,
haciendo conferencias de teléfono a Brasil para convencer a mi tío Juanito que
viniera urgente, que su madre le llamaba. En casa todo era preparativos para la
llegada de mi tío y tener las cosas dispuestas como deseaba la bisabuela.
Llegado el día, hubo una comida familiar y por la noche, pasamos todos, como
siempre, por la habitación de la bisabuela para darle el beso de “buenas
noches” pero aquel día entretenía a todos un poco más con su charla. A mi me
hizo prometer que seria un buen médico y estudiaría mucho y no me olvidaría
nunca de mi familia. Me pareció extraño, pero era una niña y le prometí que si,
mas con el fin de liberarme de su “garra” que sabiendo a que me comprometía. Al
día siguiente no se despertó. Todos nos abrazaban y rodeaban como
sobrevivientes de un accidente. Mi bisabuela tenía fijada la vista en un punto
distante. Verla en la cama, tan quieta y fría me impresionó. Esperaba que en
algún momento se despertara y nos sorprendiera a todos. Fue cuando me dí cuenta
de que no iba a volver y no quería recordarla así. Mi abuela me dejó aquella
foto para que la recordara más joven y en el día más feliz de su vida. Me
explicó que era costumbre en su tiempo casarse vestida de negro, pero que se había
casado con un hombre al que amaba mucho y fue muy feliz. Les había enseñado la
importancia de casarse por amor y no por convenio como se hacia en la época de
su juventud. Fue una rebelde que rompió barreras.
Los
juegos que habíamos iniciado con Carmen despertaban en mí recuerdos muy
dormidos de cosas que conforman mi carácter y mi identidad actual. Entonces lo
entendí. Una tarde la encontré muy centrada mirando sus fotos.
-Carmen, ¿No te cansas nunca de ver
siempre las mismas fotos?
-Es que nunca son las mismas –me
respondió.
Las
guardo cuidadosamente en su caja y me dio las buenas noches. En los días que
siguieron continuamos con cambios sutiles, mis observaciones, su dolor
disimulado, sus fotografías, los relatos de su vida. Todo parecía igual, pero
yo la encontraba más abrumada. Una tarde me pregunto:
-
¿Es
verdad que tienes buena memoria?
Me
retrasé en contestar, porque en realidad Carmen nunca me hacia demasiadas
preguntas. Antes de que se me ocurriera algo que responderle agregó:
-
Yo
lo he notado también, tienes buen ojo para los detalles. Ven, siéntate conmigo
que voy a enseñarte algo.
Se
levantó para acercar a la mesa la silla que estaba delante de la puerta del
balcón.
-
Esto
no lo sabe nadie. Solo yo y ahora tu.
Se
agachó, saco la caja de debajo de la cama, la abrió y puso con mucho cuidado
todas las fotos sobre la mesa. Levantó una para enseñármela bien y dijo:
-
Mira
esta, ¿ves una mujer con un niño en brazos? Mírala bien.
Se
quedó en silencio por un instante y agregó:
-Mira como se acerca el niño a la cara
y lo besa
Me
quedé un rato observando la foto, sacudí la cabeza, pestañee varias veces, pero
nada, era absolutamente innegable, la mujer de la foto se estaba moviendo.
-
¿Quién
es este niño?- le pregunte, y me sentí algo ridícula, como si me hubiera
encontrado ante la aparición de mi bisabuela y solo le hubiera preguntado si
estaba bien.
-
Soy
yo.
Esta
noche solo me enseño esa foto, después me dio las buenas noches y dijo que
tenía que acostarse, que tenia algunas cosas que hacer. Cuando volví a mi casa
a descansar me dormí con la obsesión de comprender cómo hacia Carmen para
lograr este prodigio. Soñé con la foto de mi bisabuela, la cara se le estaba
borrando, como a las figuras de cera que pierden sus formas lentamente. Me
desperté tarde y me vestí con los apuros de llegar tarde a mi trabajo. Por la
tarde, tal como esperaba, Carmen siguió mostrándome más fotos.
Esta
vez me enseñó una de un hombre plantado de espalda sobre una roca cerca de un río.
Vestía pantalones con las perneras arremangadas hasta las rodillas y llevaba el
torso desnudo. Varios niños saltaban a su lado. El hombre tenía una caña de
pescar que arrojaba y recogía. Aparecían pescados enganchados al anzuelo que
terminaban en un cubo. La escena se repetía, eternamente, aunque el cubo no parecía
terminar de llenarse nunca. De repente, Carmen comenzó a señalar con su dedo:
-
Mira
ahora, a ese pez lo saca del anzuelo el niño de la camiseta a rayas, se llama Joaquín
y vive en Vinaroz. Ahora ya es mayor.
Los
días que siguieron se repitieron muchas veces y nunca parecía mermar mi
insaciable apetito de seguir observando fotos. Vimos a muchachos de campamento,
entrando y saliendo de una carpa, unas ovejas que se resistían a entrar en el
corral ignorando a la niña que las azuzaba, una pareja que se besaba y nos
sonreía como poseedora de eterna felicidad, sentados en el capó de un
seiscientos de color beig. Carmen ponía siempre un interés especial en
relatarme hasta los más mínimos detalles.
Mi
necesidad de comprender el fenómeno tampoco desaparecía. Una tarde, mientras
Carmen dormía la siesta, note que había olvidado la foto de la madre con la
niña. La cogí y a la miré a la luz del balcón para verla mejor. Me quedé
observándola durante un largo rato, pero nada, la foto permaneció absolutamente
inmóvil.
Cuando
despertó, le pregunté porque yo sola no conseguía ver como las fotos se movían.
-
Son
tus miedos que las tienen paralizadas. Miedo a equivocarte, a no acertar, a
inventar historias, a ver una realidad diferente a la esperada… La vida se
construye cada instante. Nunca está parada. Cada instante atrapado en una foto,
es un recordatorio de una emoción que puede cambiar o alterarse con cada uno de
los pensamientos o sentimientos que en el instante actual le imprimes. Es el
miedo a reconocer los cambios el que nos impide ver las cosas como son, fuera
de la cueva en la que vivimos, con la falsa sensación de seguridad y al
resguardo de la luz iluminadora del día nuevo.
Me
miro con cara de cansancio, y me despidió con un fuerte abrazo. Muchas fueron
las tardes que siguieron e innumerables las charlas que mantuvimos, hasta que
apareció en mi vida José, mi marido, mi amor eterno. También con él pasó muchas
tardes de conversaciones, mientras yo iba a mi nuevo trabajo, explorando nuevos
mundos, nuevos conceptos, nuevas maneras de ver la vida.
Un
día, después de una de mis visitas, tuve la sensación de que ya no le apetecía
verme. Me contó que había salido a dar una vuelta por las Ramblas y que conoció
a unos “chavales” que pintaban cuadros en la acera. Les había ofrecido su casa
porque no tenían y que los pobres estaban “enganchados a las drogas”. Me
preocupó que tuviera en casa este tipo de gente. Me miró con perplejidad y me
dijo:
-
¡¡Despierta!!
¿Es qué no has aprendido nada? Ha llegado el momento de que hagas lo que debes
hacer tu sola. Creía que después de este encargo ya podría marcharme para
reunirme con mi marido, pero parece que debo quedarme a terminar otro
“encarguito”. Tú seguirás cuando yo no esté con esta labor. Es tu misión.
Conoces el camino que yo te he mostrado y debes mostrarlo a todos los exploradores que te
pregunten y ahora vete. Tengo cosas que hacer.
Algunas
tardes volví a ver a Carmen, en una mezcla entre preocupación, miedo de que no
le sucediera nada y curiosidad, pero nunca la encontraba en casa. Los vecinos
me decían que había salido o que habían venido a buscarla unos chicos.
No
sé que ha sido de ella, y no he vuelto a tener noticias suyas. La vida me llevó
a vivir en otra ciudad.
Muchas
veces y sobre todo cuando estoy desorientada, me siento y saco las fotos. Miro
la foto de Carmen, que me muestra el cuadro que pinto con las manos y mirándome
de reojo con esa cara picarona que tiene, me recuerda las largas conversaciones
que manteníamos. Todavía no estoy segura de estar cumpliendo con mi misión,
pero puedo aseguraros que miro las fotografías de otra manera.
Ella marcó un antes y un después en mi manera de concebir la vida y siempre sigue a mi lado y se presenta cuando miro su foto, con la piel fresca sin ningún destello sobrenatural, para recordarme cual es el camino a seguir, como la luz de la estrella que guía nuestro camino.
Ella marcó un antes y un después en mi manera de concebir la vida y siempre sigue a mi lado y se presenta cuando miro su foto, con la piel fresca sin ningún destello sobrenatural, para recordarme cual es el camino a seguir, como la luz de la estrella que guía nuestro camino.